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En el corazón del municipio de Abalá, a unos 40 minutos al sur de Mérida, se levanta una de las haciendas más fascinantes y evocadoras del sur de Yucatán: Hacienda Uayalceh. Su nombre, que en lengua maya significa “donde brota el agua”, remite al manto subterráneo que alimenta los cenotes y a la memoria de una tierra profundamente vinculada a la cultura ancestral. Hoy, Uayalceh es un espacio detenido entre la ruina y la belleza, un testimonio silencioso del auge henequenero y de la arquitectura porfiriana que transformó el paisaje del siglo XIX.

Aunque no ha sido convertida en hotel ni en centro turístico masivo, la hacienda es visitable en el contexto de recorridos culturales y es una parada habitual para quienes exploran la Ruta Puuc o los cenotes de la región. Su arquitectura monumental y su estado semiabandonado han despertado el interés de fotógrafos, cineastas y viajeros que buscan lugares donde la historia se vea y se sienta sin necesidad de recreaciones.

Una de las joyas del antiguo cinturón henequenero

Durante la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX, Uayalceh fue una de las haciendas más importantes de la región, dedicada a la producción de henequén, también llamado “el oro verde”. Como muchas otras haciendas yucatecas, su prosperidad se cimentó en el sistema de trabajo forzado indígena conocido como “enganche” y en el modelo de autosuficiencia territorial que convirtió a las haciendas en pequeñas repúblicas rurales.

En su apogeo, Uayalceh contaba con casa principal, capilla, casa de máquinas, bodegas, talleres, viviendas para peones y amplios campos de cultivo. El conjunto arquitectónico, de notable escala, sigue en pie en gran parte, aunque el paso del tiempo y la falta de mantenimiento han dejado sus huellas en forma de muros vencidos, vegetación desbordada y estructuras colapsadas que, lejos de restar belleza, le confieren una atmósfera casi mágica.

Arquitectura que narra el tiempo

La casa principal de la hacienda, de estilo ecléctico con influencias neoclásicas, conserva su estructura rectangular con arcos de medio punto, columnas y un largo corredor que se abre hacia los jardines. Aunque el mobiliario original ha desaparecido, el espacio conserva su elegancia antigua, con techos altos, pisos de mosaico y una distribución que habla de los rituales sociales del siglo XIX.

Una de las construcciones más llamativas es la antigua capilla, cuya fachada pintada de rojo intenso destaca entre el verde del follaje. La capilla, aunque deteriorada, aún transmite una profunda solemnidad. Las puertas de madera, las bóvedas parciales y los nichos vacíos conforman un espacio de recogimiento que conecta el pasado religioso con el presente contemplativo.

El área de la casa de máquinas, donde alguna vez rugieron los motores que procesaban el henequén, permanece en estado de ruina controlada. Entre muros de piedra y estructuras oxidadas, aún pueden verse los restos de engranajes y calderas que narran la dimensión industrial de esta hacienda. Es un espacio que combina la fuerza de la ingeniería con la estética del abandono.

Naturaleza que se abre paso

Uno de los aspectos más fascinantes de Hacienda Uayalceh es cómo la naturaleza ha reclamado el espacio sin destruirlo del todo. En las grietas de los muros crecen raíces, musgos y helechos. Los árboles centenarios rodean las edificaciones y proyectan sombras densas que protegen del sol yucateco. Algunas de las estancias se abren directamente hacia campos donde el monte avanza en silencio.

Muy cerca de la hacienda se encuentra un pequeño cenote parcialmente colapsado, al que los habitantes locales acuden a veces en busca de agua o para refrescarse. El vínculo entre la tierra, el agua y la arquitectura colonial se percibe en cada rincón: Uayalceh no es solo un conjunto de edificios, sino un ecosistema histórico en el que conviven la piedra, la selva y la memoria.

Un espacio para la contemplación

Aunque no cuenta con servicios turísticos formales, la hacienda puede visitarse de manera libre o con guías comunitarios que conocen bien su historia. Su atmósfera la convierte en un destino ideal para la fotografía, la pintura al aire libre o simplemente para caminar entre ruinas que invitan al silencio. No es un sitio de entretenimiento rápido ni de consumo inmediato; su mayor riqueza está en lo que sugiere, en lo que calla.

Para algunos visitantes, Uayalceh representa una forma distinta de entender el patrimonio: no desde la restauración total o la museificación, sino desde la posibilidad de dejar que el tiempo siga su curso. En lugar de borrar la decadencia, la abraza. En lugar de reconstruir, conserva las huellas. Así, cada grieta se convierte en una línea de tiempo, cada muro en una página de historia abierta al visitante.

Preservar la ruina viva

La conservación de Hacienda Uayalceh ha sido impulsada en parte por el interés local y por proyectos de difusión cultural que buscan poner en valor su legado sin alterar su estado actual. Existen propuestas para establecer rutas de turismo responsable en la zona, donde se incluyan haciendas como esta junto con cenotes y comunidades mayas que ofrecen experiencias auténticas.

Sin embargo, el gran desafío es encontrar un equilibrio entre el acceso público y la preservación. Su encanto radica justamente en que no ha sido convertida en un hotel boutique ni en un set artificial. Es una ruina viva, y como tal, requiere un cuidado diferente: respeto, atención y un tipo de visita más sensible.

Hacienda Uayalceh es una joya silenciosa del sur de Yucatán. Más que un destino turístico convencional, es un espacio para mirar hacia atrás, para escuchar la historia con los ojos, para entender cómo el tiempo transforma y resignifica. Sus muros abiertos, su capilla solitaria y sus corredores invadidos por la luz son una invitación a recorrer no solo un lugar, sino una época que sigue latiendo entre las piedras.

Visitar Uayalceh es una forma de reconciliarse con el pasado sin domesticarlo, de aceptar la belleza de lo incompleto y de descubrir que en la ruina también hay vida, presencia y posibilidad.

Hacienda Uayalceh

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